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  • Por padre Antonio Casarín

Un cementerio muy especial: El sueño de una mañana otoñal


En estos días se hizo realidad un anhelo que los Hijos de la Divina Providencia tenían hace tiempo: se inauguró el Cementerio de los religiosos orionistas en el Pequeño Cottolengo de Cerrillos. El padre Antonio Casarín, quien conoció a todos los hermanos ya fallecidos, nos describe poéticamente su experiencia.

“El sol atisbaba tímido entre nubes. Los árboles se adornaban de vivos colores antes de despojarse de las hojas que se desprendían flotando mecidas por la brisa.

Corrí la reja de fierro negra y un gran letrero granítico se encargó de ubicarme: Cementerio de Religiosos Orionistas.

Acomodado en un escaño, me alegraban los vítores y gritos juveniles de los alumnos del Colegio Orione jugando al otro lado de la tapia, coreados por sones rítmicos de la batucada de los niños del Pequeño Cottolengo.

Me sentí como en familia.

Allí, alineados en verde alfombra descansaban los abuelos, como soldados caídos en batalla.

Habían vuelto.

Sacerdotes y hermanos, cargados de años y de méritos, volvieron: les urgía una misión.

Reviví un sueño:

Cuando niño, en la pared de esa angosta habitación que fungía de estar, cocina, comedor y estudio, destacaba una gran foto del abuelo Carlos.

Me daba miedo fijarme en sus ojos.

Su mirada penetrante me escudriñaba, a veces reprochándome las travesuras, a veces alentándome con recuerdos de los años andados juntos de la mano.

Como Ángel de la Guarda, no se alejaba. Caminaba a mi lado.

Entonces sentí vibrar aquella corona de héroes capitaneados por una luminosa Virgen de Lourdes.

Estaban allí presentes: Juan Bautista, José, Diego, Héctor, Víctor, Alvio. .

Como a un saxofón oía el vozarrón del austero P. Aureli: “Dios es amor”.

Escuchaba el caminar raudo del P. Lucarini visitando los hogares, acariciando a los postrados, disfrutando de los jardines y el parque.

Lo acompañaba el tintineo de las llaves del P. Limonta apurando la entrada a clases.

Armonizada con los gritos de los alumnos repicaba como cascada, la risa sonora de P. Diego.

Obreros y mendigos de la Divina Providencia desfilaban las siluetas del Hermano Víctor y del P. Mattioli.

Una suave y grata sensación familiar me acunaba.

  • Es tarde – me despertó Rodrigo – están esperando

  • Ya voy – refunfuñé.

Era la hora de alimentar a los pececitos de la pileta”. ( a.c.m. )


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